BOMBAY, LA PUERTA DE LA INDIA

     Hemos llegado al fin
a la antigua Ciudad de las Siete Islas,
la que en el Mar de Omán se mira: Bombay,
Bom Bahía, la Ciudad del Caos, la ciudad
del Paraíso y del Infierno.
Hemos llegado al amanecer
y la primera puerta es la de la Miseria,
la de los seres medio muertos
que a duras penas sobreviven en los estercoleros,
tumbados sobre los escombros,
con la cabeza recostada sobre la inmundicia
que hace que se pudran los sueños,
que se pudran los sueños injustamente.
Ya no sé lo que soy, hombre o difunto
desgranando un rosario de angustia,
una roja pesadilla llena de sobresaltos.
Grita mi alma en este amanecer del desconsuelo,
grita ante el paso de las escuálidas figuras
con los rostros quemados y la piel enferma.
Oh los cuerpos que milagrosamente se sostienen,
semidesnudos, errantes, bajo las venenosas flechas
del Monzón inclemente;
puñados de huesos que andan sin rumbo,
sonajas que rechinan dolorosas
sobre la tierra negra del abandono.
Esta es Bombay, en la que las bandadas de cuervos
vigilan permanentemente cualquier migaja.
Ya no sé si estoy vivo o un Caronte me lleva
en su oscura barcaza. No veo su rostro,
tan solo unos ojos inyectados en sangre.
No me engañan las músicas que embalsaman el aire,
ni el aroma dulzón del cardamomo,
ni el humillo plácido del incienso
sobre la pira de los sacrificios... Todo se desmorona.
Filas de hombres sentados aguardan la limosna
a las puertas de los cafetines infectos.
Todo se desmorona... Niños con sus andrajos
me piden tristemente unas rupias
y sus palmas están agrietadas como mi conciencia.
Esta es Bombay: la ciudad de los seres tullidos,
la de los cuerpos cercenados ante un platillo
con las pocas monedas de la dádiva.
¿Cómo puede latir mi corazón ante el hermano
sin brazos y sin piernas, ante ese tronco vivo
clavado en un charco, en Apollo Bunder,
bajo el triunfo amarillo de un arco de basalto?
¿Cómo podré seguir aún con el recuerdo
de aquel otro que sostiene en sus manos
esa bola de carne, asomando del vientre
como una pavorosa excrecencia?
Esta sí, es Bombay, predio de Bahadur,
narcotizada por el mar verde de Omán.
Bombay, en la que pájaros nefastos
devoran por las calles y por las aceras
las podridas entrañas de las ratas;
Bombay, en la que todos los colores del mundo
se dan cita con un tinte de antaño.
La ciudad de los rostros marcados por el desasosiego,
la de los sabios en cuclillas
con turbantes que el aire hediondo deshilacha,
como se deshilacha mi esperanza.
Esta es Bombay: un té que sabe
como saben las lágrimas.
Esta es Bombay -me digo-, el gran bazar de la locura,
un laberinto de callejas tomadas por mendigos dolientes
y por artesanos; la ciudad de los mil oficios insignificantes
y la de las empresas acristaladas de Nariman Point;
la de las Torres del Silencio,
donde los parsis abandonan a sus muertos
para ser devorados por los buitres.
Sí, la de los bellos rostros con un bindi en la frente,
rojo como el agujero de un disparo.
La de los cadáveres descomponiéndose en los árboles.
La del ruido que no cesa nunca,
la del fragor, la de la anarquía y las epidemias.
El caos hecho ciudad; una ciudad de esencias irreconocibles.
Sagrada y diabólica, maldita y áurea;
la ciudad convertida en caos, el vertedero
por el que sobrevuelan las rapaces.
Sí Bombay, aquella dote pantanosa,
con sus templos perdidos
y sus árboles gigantescos, de copas salpicadas de flores.
La de los mohosos edificios de la colonia
y las amplias avenidas,
en donde se consumen los moribundos;
la de los parques suntuosos
por los que danzan monos de rostro envejecido.
Bombay la patria de los adivinos 
y los encantadores de serpientes,
la de los buques en la bruma, frente al puerto,
cargados de semillas de coriandro y tumeric;
la de los cuerpos atravesados por las agujas,
la de los rostros desencajados
y las cabezas acribilladas y diabólicas,
con las greñas compactas por la cochambre.
Oh sí, Bombay, Mumbay ahora, la ciudad del espíritu,
la de las hetairas escondidas, acorraladas
como pequeños animalillos eróticos,
en guetos de perfume y escoria.
Ciudad leprosa, amarga y dulce y agria,
que día a día recorren la plantas descarnadas
de quienes nada esperan en su búsqueda insomne,
de cuantos olvidaron el sueño
de una ciudad con las calles de oro.
Bombay, la gusanera; la carcel de los desheredados,
con mezquitas de esbeltos minaretes
y palacios de un cuento delirante.
Bombay la de las castas, la de las tribus, los clanes,
las familias: jainas, judíos, cristianos, goanises,
punjabis, gujaratis, sikhs altivos de apretado turbante.
Bombay la de todos contra todos,
Babel de mundos que se descomponen;
prisión de almas traicionadas por un espejismo.
Oh sí, Bombay, la del sol de naranja
y el éxtasis permanente; la de las especias en el aire
como un polen inaprensible.
La de los saltimbanquis que se elevan sobre los muertos
en una pirueta desgarradora,
mientras Shiva Nataraja, el Bailarín Cósmico,
inicia la Tandava violenta de la destrucción,
la danza que sacude a las constelaciones...
Bombay, la llaga abierta en el corazón de Asia,
la ciudad del horror y la de las sonrisas
apagadas por el desaliento,
la terrible masala de milagro y de miedo,
de injusticia y belleza, de cieno y melodía.
Oh sí, Bombay, tu sangre enferma me ha hecho otro;
tu herida es ya mi herida para siempre.

                 ISLA DE ELEPHANTA

     Los dioses se escondieron en la verde Elephanta.
Esa mañana los dioses no salieron de su cueva,
aunque ascendíamos por el sendero angosto en su búsqueda,
cansados, confusos, para recibir la brisa que purifica.
Seguíamos a aquel hombre pequeño que marcaba el camino.
Juntos llegamos a la cima, sin comprendernos.
Por las veredas encharcadas, por entre la maleza,
con una nube de insectos revoloteando,
igual que pensamientos. Ahora va delante
y es viejo y encorvado.
Como cayado lleva una caña de bambú,
y a ella se aferran sus dedos azules y nudosos.
Me ha mirado un instante un rostro de ojos turbios;
algo dice la boca desdentada,
al mostrarme las viejas baterías de defensa,
escondidas entre el follaje.
A lo lejos la ciudad espectral,
cortejada por buques inmensos, rojos, solitarios,
flotando indolentes en la inquieta bahía.
Barcos ajenos a esa fiebre que perturba a sus hijos,
ajenos a la luna amarga que se hunde cada noche
en la hoguera de una pesadilla sin límites.


                 LA ALEGRE MADURAI

     Al fondo de la noche: Madurai,
la antigua casa de los Pandya,
la alegre Madurai centelleante, joya secreta
en los lejanos confines de Tamil Nadú.
Mandala del espíritu a las orillas del Vaigai,
por donde llegan los peregrinos de remotas provincias
con las plantas mordidas por las serpientes
y los hombros picoteados por las rapaces.
Un templo fastuoso los aguarda
con sus torres multicolores que al azul desafían,
como pirámides de caracolas
expandiendo la risa de los dioses.
Shree Meenakshi es ya la fortaleza
donde se abrigan los corazones pesarosos.
Sus habitantes son devotos
con las frentes marcadas de amarillo,
que ofrecen su prasad a la diosa:
cocos contra la piedra en la penumbra.
Las llamas arden en todos los altares,
mientras Shiva se adormila con el aroma del agarbathi.
En el estanque quedan las impurezas de los hombres,
las impurezas de sus almas empañadas por el sufrimiento.
El señor Sundareswara ha regresado al monte Kailas
para encontrarse con la hija de un rey.
Suenan las voces entre las columnas,
los cánticos que incendia la fe humilde,
la que amontona collares de jazmín
sobre los idolillos,
y les arroja monedas o frutas.
Esta es la Cámara Recóndita.
Aquí la oscuridad nos tizna el rostro.
Vamos descalzos y melancólicos,
porque tanto enigma entristece,
tanto misterio coloreado
sobre el que se derraman las esencias.
Oh sí, aquellas voces de almas perdidas,
clamando como lamparillas parpadeantes
en la gran alcoba del cosmos.
Aquellas voces, como quejidos de chinkaras,
tejiendo sin cesar su demanda.
Y aquellas manos juntas, suplicantes,
al borde de un abismo en cada santuario,
al filo de un vacío ingente
sobre el que zumban las jerarquías,
las potencias, las divinidades cristalizadas.
Una noche más en Madurai,
desvelado por la belleza,
insomne bajo las blancas hélices que renuevan el aire,
sintiendo la caricia lasciva de la seda. Pensando.
El disfraz de los Mitos, le digo a la almohada,
es tan sólo para pedir lo justo. Lo justo siempre,
pero con ceremonia y perfume...

               BOSQUE DE PERIYARD

     Retumba el bosque santo de Periyard,
cuando sobre las altas copas de sus árboles
cae la lluvia que tamborilea en las hojas.
Un musgo rabioso cubre las piedras
abandonadas a orillas del sendero.
Trinos, silbidos, gritos, ruidos
de la naturaleza intacta.
Hasta aquí llega ahora el aroma
de los ocultos árboles del sándalo.
Por allá suenan los racimos de la pimienta.
Bajo el árbol de Bo me siento y, a su amparo,
cierro los ojos un instante.
Grupos de bandars enloquecidos
saltan de un lado a otro, ante mi presencia.
Las mariposas esquivan el intenso aguacero
salpicando a la tarde del color de sus alas.
Mis dedos acarician
las hojillas sensibles del touch me not,
que se cierran de golpe, y se entristecen
como si recibieran una mala noticia.
Un poco más abajo el lago, el lago calmo,
en el que hay troncos negros, hundidos,
clavados en el fondo,
donde se posan los cormoranes.
Navego ahora por sus aguas pacíficas
que sobrevuelan las bandadas de calaos
y de búhos pescadores
y me acerco a la orilla, en donde beben
búfalos, ciervos, elefantes, que bajan al atardecer.
Las nubes van y vienen y el sol está muy lejos.
Aquí reina la bruma y sopla un aire húmedo
que perla la atmósfera embalsamada.
Otras aves turquesa pintan mis ilusiones,
que escalan altas cumbres
iluminadas frente al valle esmeralda.
Desde la cúspide respiro la verdad profunda
y me estremezco como se estremecen
las briznas -el tapiz vivo- de los arrozales.
Una vaca sagrada me preguntó mi nombre
en el camino, mi nombre verdadero.
Se marchaba con los ojos tan tristes como el lago.
Bajó por entre setos de té,
que pellizcaban hábiles mujeres de otra edad.
Rostros oscuros con saris de un color que conmueve.
Rostros oscuros con un resto de cúrcuma en la frente.
Yo desciendo también por entre laberintos
que ofrecen sus brotes tiernos.
Más allá el cardamomo, con su sonrisa abierta.
Aquí la flor naranja cuyo nombre olvidaste,
la que has prendido a tu pelo tantas veces...
La verde senda, esta es la verde senda
que cruzaba mis sueños.
Bajo el vibrante palio de las espesas ramas
resuenan muchos pasos perdidos.
Yo me marcho en el carro de los bueyes gemelos,
esos bueyes ausentes, con los cuernos pintados.
Y a su ritmo me pierdo, llevo un bidi en los labios.



       HACIA QUILON POR LOS BACKWATERS

     Sigue la vida y este sol nos dora,
muy lentamente por las aguas vamos;
dulce la brisa, las palmeras altas,
verdes lugares, laberintos verdes.
Rostros al fondo muy oscuros miran
pasar la vida que es tan dura a veces.
Ropas al viento de colores vivos,
manos alzadas desde las orillas.
Pájaros negros y en las copas frutos
¿Quién nos despierta de este dulce sueño? 
Sigue la vida, lentamente sigue;
casas a un lado que cobijan cuerpos,
barcas varadas y en el cielo nubes,
nubes que cruzan el intenso azul.
Redes doradas para la captura
hombres desnudos con turbantes rojos
altas palmeras de ilusión esbeltas,
bellas mujeres por los arrozales.
Vamos pasando: todo pasa siempre,
yo adiós les digo a quienes tanto gritan;
sendas estrechas más allá del tiempo.
Son tres barqueros bajo la espesura
que hunden su pértiga en las turbias aguas...
Suenan extrañas tantas lenguas juntas
y esas miradas hacen daño ahora.
Golpes y risas, otros niños corren,
corren de prisa, para que sepamos
cómo es de grande su congoja ciega.
Ánades danzan, yo estoy siempre lejos.
¿Quién nos redime?, me pregunto a veces.
Agua en el rostro, ¡qué misterio el mundo!
Esa criatura ¿no es como mi alma?
Lluvia de pronto, pero nada importa
a ese artesano que su cesta trenza.
Ondas suaves tenuemente oscilan,
nadie nos diga qué es el paraíso.
Campos de espejos y techumbres grises,
vacas soñando bajo plataneras,
briznas que oscilan, pero siempre verdes.
Viejos que olvidan sus pesares viejos,
viejos heridos por la mansedumbre.
Piña a los labios, nuevamente frutas.
Templos que llaman, cotidiano el rito.
Redes o insectos las empalizadas
que alzan al aire la captura escasa.
¿Quién sabe el rumbo? ¿Dónde van los hombres?
¿Ya no hay promesa? Muchos cuervos vuelan.


    MAÑANA EN KOVALAM

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     Asisto al despertar del nuevo día
en las hermosas playas de Kovalam.
Saludan a mis ojos las palmeras
agitando sus ramas solemnes como brazos
y el mar, el Mar de Arabia, con sus peldaños
de espuma hacia el infinito.
Sobre la orilla lenguas de sal que se suceden
en un vaivén sin tregua: mueren, viven,
vienen del horizonte borroso por la bruma,
desde aquel horizonte que el misterio ha trazado
y hasta mis plantas llegan en su oscilar salvaje.
Cuervos azules graznan en las copas
y esta brisa tan dulce va aliviando las sienes
en el amanecer majestuoso.
Cruzan barcas oscuras a lo lejos,
mientras el mar me dice furioso su mensaje.
El sol, tímido ahora, hace de oro las rocas
por momentos. El sol, el mar, la vida que comienza
en las hermosas playas de Kovalam.



       LA SINAGOGA DE LAS LÁMPARAS

La mañana se esfuma por el barrio judío.
Otra vez el silencio, ¿no parece imposible?
Femeninas callejas de Toledo, en pequeño,
van a la Sinagoga de las Hermosas Lámparas.
Los mejores cristales de la tierra iluminan
el fervor de los fieles con sus kipas tocados.
Ahora gozan mis plantas sobre el suelo desnudas
por azules y frescos azulejos brillantes,
que pintaron a mano artistas de Cantón.
En la sacra penumbra leo secretos dorados;
tiene el aire el aroma de la fe diferente
y ecos tensos de rezos y reserva y recelo
de ilusiones marchitas que el dinero apagó:
la monedas sonando, las monedas sonando,
las monedas sonando en el cofre al caer,
en el cofre de Persia, fieramente guardado,
en el cofre escondido donde nunca sabrás.
Sinagoga de lámparas que retienen el tiempo
quién pudiera morirse bajo tus luminarias
y expresar con la paz del aliento postrero,
Sepharad, la palabra, la nostalgia en los labios.


MINIATURA DEL BESO EN CANDOLIM


             Al despertarme beso
         los labios de mi amada,
         que saben a mango y a miedo. 
         Y me tranquilizo.
         Tiene la piel suave
         como un amanecer
         y lleva en sus tobillos
         las ajorcas de plata
         que tintinean en mi lecho
         y envidian mis hermanas.
         En la noche repleta
         de espejuelos brillantes
         como los de su falda
         del Rajasthán,
         la beso dulcemente
         en los labios
         y acaricio su frente
         con mis dedos
         para entender sus sueños.


       POR CALANGUTE

     Con seis cuchillos voy por Calangute.
Unos perros me siguen mansamente, de cerca.
El sol se oculta a veces entre nubes livianas,
y los sonoros cocoteros bajan hasta la playa
para parlotear con las olas.
Cangrejos transparentes se esconden en la arena,
que un tesoro de conchas me ofrece por sendero.
Labios de espuma, el aire, pardas aves
en el espacio abierto y azul, reverberando.
Por un lado secreto del mundo
va el camino... Si alzo la vista
hacia la izquierda: el verdor, la verde eternidad
en la que se hunden las pequeñas iglesias portuguesas.
Si a la derecha miro: el mar, que acude presto
a su festín diario de vegetal delirio.
Mi demanda se acaba. Respiro aquí la plenitud,
bebo la savia dulce del existir consciente,
aunque un dolor apremie por dentro. 
La inmensidad solar basta a quien pena
y ceñir la cintura de esta brisa en la orilla,
que broncea imperceptible tu brazo;
mas con el otro asirse al de la amada cierta,
que te acompaña, con ese son alegre y plateado
de sus bellas ajorcas, por la vida.


  JARDÍN DE COLVA

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     Guarda mi corazón el balanceo
de las altas palmeras, que un aire azul
agita en la noche benigna.
Siento en mí sus raíces nutrirse de mi sangre
y que sus altos troncos, ingrávidos, insomnes,
llevan las cicatrices, las marcas cenicientas
de mi alma, que un día tatuaron los dioses.
En las copas se mecen frutos siempre dorados
y un sol rojizo y tibio dialoga con sus ramas,
en las que trinan pájaros diáfanos:
unos tienen alas turquesa y otros son negros,
con los ojos chispeantes de verde musgo.
Oh sí, por el jardín de Colva,
aún siguen paseándose las serpientes del Génesis...
Y en sus veredas ladran los perros salvajes
enloquecidos por los insectos.
Un jardín que da al mar, a otra edad imprevista.
Son sus arenas de oro molido que la mano recoge.
Sobre ellas se alzan cabañas ensimismadas
por el rumor continuo de las olas,
cabañas que esconden muchos fuegos secretos.
Ahora atardece y languidezco.
El inmenso puñal que acribilló a la tarde
me alcanza en esta hora con su filo de lumbre.
Oh sí: oro molido entre las manos
y el sol cegándote; oro molido, granos de oro...


   CELEBRANDO A GANESH BAJO EL MONZÓN

     Llueve con fuerza sobre nuestras cabezas.
El cielo es un abismo, una amenaza turbia.
Danzan sus nubes como dioses dementes
pidiendo sacrificios, cada vez con más cólera.
Hay una inquietud en los corazones
y una urgencia indecisa que trae la tormenta.
Los despojos se acumulan en cualquier parte
y los cuervos enloquecidos vuelan sin pausa.
Lavan las aguas las heridas de los apestados
y espabilan a los moribundos,
cuando azotan sus rostros con la mueca penúltima.
Un temblor impreciso sacude a la ciudad podrida.
Miles de ratas remueven torvamente sus entrañas.
Se estremecen los niños de un miedo innominado,
de un terror que sienten como un crack de huesos.
Gritan por las esquinas las madres confundidas,
con los cabellos aceitados y goteantes.
La mujeres hermosas se han escondido todas,
como las serpientes en la cesta del encantador.
El agua inunda ya gran parte de la conciencia.
Viajan techumbres, platos, cestas, ídolos,
ropas gastadas, ilusiones, flores,
en un inmenso río de inmundicia,
en el que todo es pobre
y todo va cubierto de lodo y hiede.
Un buitre cruza raudo
con la mano de un muerto en su pico...
Este naufragio es la ciudad. Este caudal de espanto.
Pasan leprosos con los rostros comidos y deformes.
Sus muñones ensangrentados han perdido las vendas.
Devotos de Ganesh prueban su pirotecnia
y bailan como ebrios en medio de la lluvia,
con los rostros y los cuerpos pintados de rojo,
como supervivientes de una sangrienta lucha
y hacen sonar tambores que rivalizan con el trueno
y cantan empapados alrededor de un dios de barro,
un dios multicolor con la cabeza de elefante.
También los minaretes, esbeltos como lanzas,
convocan a los fieles con quejidos al aire
y los templos advierten de la llama que arde.
Pero nada nos salva. Tanto cieno nefasto asfixia al loto.
Es el caos, es el caos y llama a tu puerta...



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