Mis manos acarician la piedra
en esta inmensa grieta del mundo.
Hasta hoy fue el desierto,
con su aliento de fuego, azotándonos
sin misericordia, y la arena en los ojos
o los labios cuarteados por la sed.
Hasta hoy fue la ardiente maldición
que encendía las pasiones en la duna ambigua.
Siempre el desierto, siempre el desierto,
menos allí, en Petra: el espejismo,
la ilusión cumplida, el sueño
de un dios viajero y nómada,
que se detuvo a refrescar sus labios un instante,
por donde el agua corre libre y clara,
como la vida limpia de un niño.
El sueño, sí, de un dios que se apacigua
con la humedad de las hondas cisternas
y el canto críptico de las chicharras.
Petra: gema imprevista en la ruta
de las caravanas polvorientas
que se anuncian desde muy lejos,
cargadas con tesoros en sedas
y remotas especias; vacilantes,
sobre el horizonte que reverbera.
La ciudad escondida que a todos nos aguarda,
roja y ámbar, recogida en su cofre
de rocas celosas y calcáreas.
Petra, la patria nabatea que venera a Dushara
y a Al´Uzza, en sus templos irisados,
donde la piedad es como dulce umbría,
y los animales degollados tiemblan,
en su estertor postrero,
sobre altares teñidos de sangre.
Porque el de la sangre es el lenguaje
que comprenden las divinidades...
Oh sí, Petra, la ciudad fantasmal
de las tumbas arañadas
por las manos mondas de los difuntos;
de las tumbas grabadas
por el cincel o la desventura.
Miles de ecos resuenan en sus cámaras,
miles de almas perdidas espantan a los pájaros...


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